sábado, 31 de enero de 2009

Diferencia entre Lenguaje y Realidad en el Campo Moral


Un dato de experiencia. No todas las personas que ejercen funciones en la vida social son valorizadas y honradas por quienes disfrutan de sus servicios. Algo similar ocurre con algunas importantes categorías que expresan las funciones primarias de la vida moral. Así, por ejemplo, en muchos ambientes se comprueba una notable repugnancia cuando se trata sobre todo de aplicarse a sí mismo el adjetivo prudente, o cuando uno se propone ejercitarse en la virtud de la prudencia.

Estos términos en la mentalidad común se entienden como sinónimo de estrechez de espíritu, de cálculo fraudulento e ¡interesado; las personas prudentes se conciben como prisioneras de microproyectos, proclives a defenderse, a salvaguardar sus intereses, sus cosas propias, enredadas en cálculos de probabilidad para establecer la posición triunfante que proporciona beneficio. A la difusión de esta asociación indebida han contribuido ciertamente los comportamientos pseudoprudentes de quienes, atentos a la tutela de sus intereses, disocian la prudencia de la opción de vida y separan a ésta de los proyectos orientados a la realización del bien humano en la línea de la revelación (cf, p.ej., Rom 8,19ss o Ef 2,19ss).

Sin embargo, ninguna persona seriamente comprometida puede perseguir su intento si desatiende los procesos cognoscitivos y operativos que la tradición ética occidental ha atribuido a la virtud de la prudencia, entendida como camino hacia la liberación de la fidelidad al bien, al todo armónico que la razón, a la luz de la fe, conoce, programa, realiza y verifica.

Por desgracia, la perspicacia humana, hábil para poner de relieve los límites de los conceptos, lo es menos cuando se trata de encontrar otros más adecuados para expresar la verdad. Así, se quiera o no, se vuelve siempre a hablar de nuevo de prudencia, a referirse a ella cuando se quiere asumir y connotar la verdad sobre el vivir que es patrimonio de la cultura sobre todo occidental.

Con frecuencia esta resistencia frente al término está alimentada también por precomprensiones distintas más sutiles. Piénsese, por ejemplo, en la convicción según la cual la expresión, si no única, ciertamente la más auténtica de moralidad, no es la que se vive y se construye en lo cotidiano, en línea con la fidelidad concreta y efectiva a la opción de fondo, sino la ideal, tanto más noble cuando más libre de la contaminación de las situaciones contingentes, a la manera como el agua del río es tanto más pura cuanto más cercana está a la fuente. En una concepción semejante, la prudencia, la virtud de la connaturalización con la verdad y con el bien cultivada por las personas en el contexto de la historia, termina teniendo un papel de segundo orden. Es lo que ocurre cuando la propuesta privilegia lo que concierne a las leyes y a las normas de comportamiento, y no acentúa debidamente el crecimiento en la virtud, el consenso convencido y coherente con el fín último del vivir. En este contexto, la prudéncia en el mejor de los casos, se describe en su valencia de prerrogativa de los responsables de la comunidad y no se le reconoce el papel fundamental de toda existencia virtuosa. La perspectiva cambia, y mucho, cuando el anuncio moral subraya la llamada de las personas a hacer veraz la propia historia, a plasmarla de modo que la relación con Dios, en su pueblo y en la familia humana, se cualifique en un crescendo de fidelidad que se construye en lo cotidiano x rehúsalas situaciones que hacen inhumano el vivir.
La prudencia, en el ámbito del obrar orientado, busca el modo de enlazar lo cotidiano y el planteamiento de la vida; cómo estar prontos para evitar lo que distrae del fin y realizar lo que conduce a él. Esta exigencia surge inmediatamente siempre que nos damos cuenta de que el bien protegido es tan importante que la demanda de la máxima prudencia al tratarlo invita no a la timidez, sino a la diligencia vigilante, inteligente y diligente que es indispensable cuando está en cuestión el bien humano. Aunque no se inspira siempre en la prudencia entendida en su acepción más amplia y más noble, la invitación a prestar atención, cuando no es claramente negativa, se sitúa en la linea de los desafíos que una persona sensata no desatiende impunemente. Esta vigilancia no atenúa el interés por el fin; no encierra en el orden de los medios; capacita para valorar las situaciones a fin de discernir cuándo se debe arriesgar y cuándo conviene no arriesgar, y para distinguir en realidad el primer caso del segundo.

También en otros contextos históricos se ha caído en la cuenta de las dificultades inherentes al uso del término prudencia Santo Tomás las destaca expresamente. Sin embargo ha preferido usarlo explicando su significado, en vez de privarse de la aportación y de los estímulos que la tradición ha condensado en él. En un lúcido contexto de la S. Th. (II-II, q. 47, a. 13), basándose en el supuesto de que es prudente el que dispone bien lo que hay que hacer en orden a un fin bueno, nota que es falsa la prudencia practicada, por ejemplo, por los asesinos, que persiguen planes perversos; es verdadera, pero imperfecta, la de quien se propone fines inmediatos buenos y rectos, pero desarticulados del fin último, y la de quien valora y discierne bien, pero no se impone eficazmente seguir lo que ha decidido sólo es verdadera y perfecta la prudencia de quien discierne y ordena lo que es bueno y conforme al fin último. A esta última se la puede llamar también sabiduría, pero entendida en su acepción de reglas de las actividades humanas.
Los componentes cognoscitivos del recto obrar. Para no incurrir en valoraciones erróneas en este campo es necesario no confundir el caso de quien tiende con sinceridad a lo verdadero y lo justo, aunque incurra en errores de valoración, del que desatiende y descuida su responsabilidad y por ello emite juicios inmaduros, descuida datos importantes, cede a temores estériles, se detiene en representaciones descaminadas, se deja influir por lugares comunes y por la moda, es decir, persiste en orientaciones deshumanizad oras 'contra las cuales se puede y se debe reaccionar. Son situaciones todas ellas de algún modo afines a la del famoso "silogismo del incontinente", ilustrado por Aristóteles (VII Eth., c. 5: 1147, a. 24-31; SANTO TOMÁS, In Eth.,1. VII, lect. 3, nn. 1345-46) y descrito así por el Aquinate: "La pasión impide a quien conoce una noción universal deducir de ella y llegar a la conclusión; asume otra proposición universal, sugerida por la inclinación de la pasión y concluye desde ésta. Por eso Aristóteles afirma que el silogismo de quien peca de incontinencia tiene cuatro proposiciones, de las cuales dos son universales: una dictada por la razón, por ejemplo no es lícito cometer fornicación; otra por la pasión, por ejemplo hay que secundar el placer. La pasión le impide a la razón argumentar y concluir de la primera; pero, bajo su influjo, hace argüir y deducir de la segunda" (S.Th., I-II, q. 77, a. 2, ad 4; cf también De Malo q. 3, a. 9, ad 7).

En la misma línea se sitúa el caso del que obra mal por decisión, por elección; de quien se funda en toda clase de sofismas, a veces lúcidos y persuasivos, para convencerse y convencer de que frente a la injusticia no hay nada que hacer: se necesita tiempo para transformar la realidad; se necesita paciencia.

Sólo la conversión puede permitir desenmascarar el engaño de estas existencias falseadas. Querer ser bueno y justo es empeño inteligente y perseverante, significa discernir lo que hay que hacer, comprender y secundar los dinamismos, múltiples y diferenciados, que estructuran la realidad; abrirse a la acción misteriosa e inequívoca de la providencia de Dios, vivir en fidelidad y practicar la justicia. La persona justa, cuando tropieza con situaciones de injusticia manifiesta, sabe que no puede decir nunca en verdad que no hay nada que hacer.

La fidelidad a esta vocación y misión supone potenciar constantemente las propias facultades intelectuales, afectivas y operativas; la decisión de actuar en la historia sin traicionar la relación con el fin; la lectura atenta y evocadora de lo vivido; capacidad de síntesis; docilidad en captar los signos de los tiempos, en discernir la evolución de la historia y en secundar sus orientaciones.

Esta condición resulta penosa cuando los contextos socioculturales se resisten a sintonizar con el bien humano; cuando se tiene la experiencia de las defensas de todo género que impiden superar la distancia entre la condición actual de los pueblos y la que ellos podrían vivir si personas y comunidades fueran menos sordas al grito de los pobres. Vivir de veras estas experiencias significa querer ser verdaderos y justos, afrontar los conflictos que ponen en crisis la vida asociada, aspirar a la armonía .nunca espontánea y nada definitiva entre personas y pueblos.

Principio del dinamismo "es el ser humano, y éste es un agente que elige en virtud del entendimiento y del apetito" (SANTO TOMÁS, In Eth., 1. VI, lect. 2, n. 1137). La razón es un componente imprescindible del bien humano; lee la realidad en sus exigencias; da razón, aclara, ilumina, motiva el bien que la voluntad ama y persigue. Ésta a su vez hace que la razón se oriente al bien, lo aclare en su verdad y en su multiplicidad, participe de la impaciencia y "del gemido de la creación" (Rom 8,19ss), así como del dinamismo de la esperanza que acciona la búsqueda de los caminos justos, del "justo medio", para garantizar el bien humano.

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